Un sueño y un hito

Un sueño de acero y 17.000 toneladas se hizo realidad en 1988. La aviación naval española, creada en 1917, había probado sus ilusionadas pero escasas capacidades en 1922, en un mercante acondicionado para operar con globos aerostáticos, hidros, biplanos y autogiros. Un viejo carguero alemán construido en 1901, bautizado Neuenfels y rebautizado Dédalo, que acabó sus días en 1936.

Tras la Guerra Civil, la Armada española siguió suspirando por un portaaviones. Pensó en acondicionar el crucero Canarias y dio vueltas y más vueltas a un proyecto para el que no encontraba salida. La halló, en 1967, en un veterano navío estadounidense de la II Guerra Mundial, el USS Cabot, al que sometió a una serie de obras, convirtió básicamente en una fea pero útil plataforma flotante y llamó… Dédalo.

El Dédalo estaba destinado a hacer historia como receptor de los primeros AV-8 Harrier (Matador), aviones de despegue corto o vertical. Aviones de verdad. Reactores de altas prestaciones que formaron a los primeros auténticos pilotos navales españoles. A finales de los 80, jadeante, exhausto, incapaz de soportar una avería más, entregó el relevo al Príncipe de Asturias.

Y eso ya fue otro cantar. Otro navegar. Otro volar. Aquello ya fue un verdadero portaaviones capaz de optar con 29 aeronaves, entre helicópteros y Harrier (una docena). Basado en un desechado proyecto de la US Navy, centrada en carriers gigantes, y construido en el Ferrol, el Príncipe de Asturias (R-11) articuló a su alrededor un selecto grupo de combate.

Supuso un enorme salto cualitativo para la Armada española. La colocó entre las escasas Marinas en posesión de un navío de semejante porte. Fomentó vocaciones de pilotos entre nuestros oficiales. Nos hizo poseedores de un poder aeronaval capaz de ser proyectado lejos de nuestras costas.

Nos hizo ser más respetados por nuestros aliados, con los que nos relacionábamos en frecuentes maniobras que formaron a nuestros marinos en los más exigentes y exclusivos cometidos. Fue una escuela, una herramienta y un escaparate. Una bandera. Un hito. Un ejemplo de que España miraba al mar y a través de él se ensanchaba. La más grande y avanzada unidad de la que jamás habíamos dispuesto.

La reciente entrada en servicio del Juan Carlos I, un buque de asalto anfibio y proyección estratégica aún mayor (27.000 toneladas), con capacidad para operar con aeronaves de ala fija (los nuevos y más capaces Harrier), relegó a un segundo plano al Príncipe. La Armada pensó en mantener activos, aunque no simultáneamente, ambos navíos. La existencia de dos portaaviones permitía el servicio de uno mientras el otro se sometía a reparaciones o mejoras.

El recorte salvaje de los presupuestos convirtió en utópico tal propósito. El mar podía contener a ambos. La contabilidad, no. Hoy el Príncipe es ya un motivo de nostalgia tanto como de orgullo.